
En la peña donde tanto he disfrutado de las cruces de mayo, La Biznaga, recuerdo con mucho cariño esta fecha y su misa cantada. Debo confesar que no he sido un socio ejemplar en cuanto a colaboraciones en las actividades, aunque en mi defensa alegaré que tengo la sensación de estar siempre trabajando sin tregua alguna a causa de la bendita hostelería, no obstante asistía a toda conmemoración que se llevaba a cabo y, en la que nos ocupa, cuando aparecía por la peña y entraba al salón después de unas semanas sin aparecer por allí, sentía como si atravesase la puerta de otro mundo. Puede parecer exagerado, pero transformar un salón multiusos como es el de una peña donde igual se juega a la lotería, al parchís, se come junto a cien personas…etc. tiene algo de misterio. Todo esto se esconde y aparece un altar de ensueño en el marco de un salón que no conocíamos. Haciendo un esfuerzo de imaginación, es similar a la primera cita con aquella muchacha de la que nos enamoramos en el colegio y que descubrimos, al verla sin el uniforme de éste, que es toda una mujer. Pues al salón de la peña le pasaba lo mismo cuando llegaba la Cruz de Mayo. Sólo tengo un debe apuntado en el saco de los deberes, el ir a Córdoba por este tiempo. Es la ciudad donde la cita se respira por las calles y plazas, donde las familias se involucran totalmente y donde las Cruces de Mayo lucen su mayor esplendor.
En la España que no estaba evangelizada, hace mucho tiempo, la llegada de la primavera se celebraba plantando un árbol que llamaban “mayo”. De esta tradición quedó en algunos pueblos la costumbre de plantar un “mayo” usando el tronco de un árbol alto, que podía ser un olmo o un álamo, al que adornaban con flores a todo lo largo de su extensión.
La llegada de la iglesia cristiana, en su afán de derogar de raíz todo lo relacionado con las fiestas paganas heredadas de los romanos, transformó el mayo-árbol en mayo-cruz, dándole así su toque propio y tornándola religiosa, aunque con el jolgorio inevitable, por el que transigió para que la continuaran celebrando de buena gana.
Para hacer arrope, partimos de frutas dulces y maduras que calentamos removiendo a fuego lento y reducimos casi hasta un tercio. Tras esto se cuela de impurezas y se vuelve a calentar hasta alcanzar el punto de hebra. De esta forma, tenemos al precursor de las jaleas y mermeladas con una receta de origen puramente sefardí, injustamente olvidada en el tiempo.
Manzanas reinetas, Harina fina, Levadura, Cerveza, un vaso.
Sal y pimienta, limones, 1 kilo de uvas moscatel,
Colorante alimentario, opcional. Sésamo tostado,
Para esta sencilla receta, necesitamos elaborar el arrope por un lado y los buñuelos por otro. Primero haremos el arrope, ya que necesita de más atención que los buñuelos, puesto que en definitiva sólo son un rebozado, en este caso de manzana.
Lavamos bien las uvas y las partimos para quitar las pepitas. En un cazo con un litro de agua y el zumo de un limón, las disponemos a cocer durante una hora a fuego lento. Quizás echen de menos azúcar en este proceso, efectivamente debería haberla si se tratase de cualquier fruta, pero en este caso si las uvas son moscatel deben ser lo bastante dulces y su reducción nos regalarán un agradable jarabe sin necesidad de ésta. Tras esta hora, pasamos por un colador chino las uvas para limpiar de impurezas, procurando apretar mucho la masa de éstas y sus hollejos, de forma que aprovechemos al máximo su zumo. Obtenido todo su jugo, calentamos de nuevo muy despacio hasta que tengamos el punto de hebra que queremos, siendo éste el momento en que sacamos la cuchara del preparado y nos traemos pegado un hilo de jarabe, señal inequívoca de que el azúcar de las uvas se ha caramelizado. Antes de apartar, podemos corregir el dulzor añadiendo unas gotas de limón al gusto.
En cuanto que tengamos el arrope, quitamos el corazón a las manzanas, las laminamos en rodajas no demasiado delgadas y las cubrimos de agua con zumo de limón, para que no se pongan negras por la oxidación. Acto seguido, preparamos una masa de rebozar con la harina y la levadura a las que iremos añadiendo la cerveza poco a poco hasta que se haga una pasta ligera que debemos rectificar de sal. Si no nos gusta el color blanquecino de la masa, podemos añadir un poco de colorante alimentario y obtendremos un tono anaranjado algo más atractivo.
Finalmente, preparamos una sartén con aceite bien caliente y vamos cogiendo una a una las rodajas de manzana y mojando para rebozar en la masa dispuesta, para freír seguidamente hasta que doren y se hinchen. Las colocamos en una fuente con una servilleta de forma que absorba el excedente de aceite y las situamos en un plato con un hilo generoso de arrope y unas semillas de sésamo tostado sobre éstos.